jueves, 5 de enero de 2012

Don Benito Pérez Galdós, gloria y mendigo

Tal día como ayer de 1920 fallecía Pérez Galdós en Madrid a los 76 años. El novelista grancanario gozó en vida del respeto y la admiración de las generaciones de escritores que sucedieron a la suya, pero a aquellas alturas, en el barullo de algaradas ultraístas y literatos bohemios de media tostada y ajenjo, el anciano don Benito, ciego y replegado bajo su manta, había llegado a ser como un lindo mueble trasplantado desde otra época, una venerable y castiza institución ajena ya a las convulsiones y vaivenes literarios del momento. Tres jóvenes escritores de entonces consignaron sus impresiones sobre este último Galdós, el sonoro acontecimiento social de su fallecimiento y el culto que muy pronto generaría su figura.

Federico Carlos Sainz de Robles, en su rarísimo libro Raros y olvidados, recuerda las peregrinaciones de los alevines de escritores a la casa del autor de Fortunata y Jacinta. En ellas, el avezado galdosiano Andrés González Blanco examinaba al maestro de sus propias obras. "Yo asistí, en el hotelito donde don Benito, ciego, desvivía sus últimos meses, a fines de 1919, a más de una tertulia donde Andresito examinaba al colosal novelista preguntándole pormenores de su propia creación... y cogiéndole en fallos garrafales", comienza recordando Sainz de Robles.

González Blanco, que luego en el entierro de Galdós en La Almudena lloraría "en un silencio sobrecogedor", reprendía al maestro en aquellas improvisadas reválidas: "¡Lo siento mucho, don Benito! ¡Créame que lo siento mucho! ¡Pero le debo suspender en la asignatura Ángel Guerra! ¡Tendrá que volver a examen en septiembre!"

Pero no fue González Blanco, sino otro de aquellos jóvenes admiradores, el que llevó por primera vez a Sainz de Robles al domicilio de Galdós, previo aleccionamiento. "Emiliano Ramírez Ángel, un día de noviembre de 1918, me llevó a conocer personalmente a mi ídolo don Benito, para que pudiera oírle y estrecharle la mano. Previamente me puso en antecedentes de lo que podía hablar y debía callar en presencia del genial novelista".

Rafael Cansinos Assens, en la monumental La novela de un literato también rememora aquellas visitas un tanto incomodantes. "Casi no salía de casa y allí iban a rodearlo sus admiradores y una legión de reporteros noveles que le hacían interviews y se daban pisto retratándose con él. La visita a Galdós era como un rito cotidiano, al que la costumbre quitaba reverencia. Aquellos muchachos le encendían la pipa al maestro ciego, le hacían de amanuenses, le arropaban bien con la manta, cuando ésta resbalaba de sus rodillas; pero también le interpelaban, lo mareaban con tanto agasajo. A veces, su hija tenía que intervenir para que no molestasen al viejo, que solía quedarse amodorrado, comatoso, impasible como su estatua", escribe.
Fuentes y leer resto de la noticia de Gáldos : Tal día como ayer de 1920 fallecía Pérez Galdós en Madrid a los 76 años. El novelista grancanario gozó en vida del respeto y la admiración de las generaciones de escritores que sucedieron a la suya, pero a aquellas alturas, en el barullo de algaradas ultraístas y literatos bohemios de media tostada y ajenjo, el anciano don Benito, ciego y replegado bajo su manta, había llegado a ser como un lindo mueble trasplantado desde otra época, una venerable y castiza institución ajena ya a las convulsiones y vaivenes literarios del momento. Tres jóvenes escritores de entonces consignaron sus impresiones sobre este último Galdós, el sonoro acontecimiento social de su fallecimiento y el culto que muy pronto generaría su figura.
Federico Carlos Sainz de Robles, en su rarísimo libro Raros y olvidados, recuerda las peregrinaciones de los alevines de escritores a la casa del autor de Fortunata y Jacinta. En ellas, el avezado galdosiano Andrés González Blanco examinaba al maestro de sus propias obras. "Yo asistí, en el hotelito donde don Benito, ciego, desvivía sus últimos meses, a fines de 1919, a más de una tertulia donde Andresito examinaba al colosal novelista preguntándole pormenores de su propia creación... y cogiéndole en fallos garrafales", comienza recordando Sainz de Robles.

González Blanco, que luego en el entierro de Galdós en La Almudena lloraría "en un silencio sobrecogedor", reprendía al maestro en aquellas improvisadas reválidas: "¡Lo siento mucho, don Benito! ¡Créame que lo siento mucho! ¡Pero le debo suspender en la asignatura Ángel Guerra! ¡Tendrá que volver a examen en septiembre!"

Pero no fue González Blanco, sino otro de aquellos jóvenes admiradores, el que llevó por primera vez a Sainz de Robles al domicilio de Galdós, previo aleccionamiento. "Emiliano Ramírez Ángel, un día de noviembre de 1918, me llevó a conocer personalmente a mi ídolo don Benito, para que pudiera oírle y estrecharle la mano. Previamente me puso en antecedentes de lo que podía hablar y debía callar en presencia del genial novelista".

Rafael Cansinos Assens, en la monumental La novela de un literato también rememora aquellas visitas un tanto incomodantes. "Casi no salía de casa y allí iban a rodearlo sus admiradores y una legión de reporteros noveles que le hacían interviews y se daban pisto retratándose con él. La visita a Galdós era como un rito cotidiano, al que la costumbre quitaba reverencia. Aquellos muchachos le encendían la pipa al maestro ciego, le hacían de amanuenses, le arropaban bien con la manta, cuando ésta resbalaba de sus rodillas; pero también le interpelaban, lo mareaban con tanto agasajo. A veces, su hija tenía que intervenir para que no molestasen al viejo, que solía quedarse amodorrado, comatoso, impasible como su estatua", escribe.

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